Tras un tórrido verano y un comienzo de otoño anormalmente cálido y seco, esperamos la llegada de los primeros días de lluvia en Palencia. Ojalá la Aemet acierte. La sequía, que nunca es buena, muta en un grave problema cuando es prolongada y pertinaz. Los campos agrícolas, la vegetación y los animales necesitan y añoran el agua. A las personas nos urge la estampa de un día lluvioso que limpie la atmósfera y nos insufle vida y esperanza.
Hay dos hermosas palabras en nuestro idioma para definir el olor a tierra mojada producido por la lluvia después de largos periodos de sequía. Una de ellas, más técnica, es geosmina (etimológicamente, olor a tierra). La otra, de uso más frecuente en el lenguaje poético, petricor (sangre o fluido de la tierra). Ambas hacen referencia objetiva a la sustancia química que produce una bacteria de los suelos que se libera cundo se humedece el terreno tras días de calor y sequedad. Vulgarmente hablamos de olor a tierra mojada, una sensación olfativa que resulta muy agradable. No sé de nadie a quien le molesten estos efluvios.
La geosmina provoca efectos que van más allá del sentido del olfato. El inconfundible aroma a tierra mojada suele acompañarse casi siempre de otras sensaciones visuales y emocionales. La geosmina busca convivir con el perfume desprendido por los hinojos y los anises que pueblan los campos y cunetas de Castilla. Todo nos entra por los sentidos, nos produce bienestar y nos alegra imperceptiblemente la vida. Somos agua y la humedad de los campos nos lo recuerda, produciendo un renacer de la vida que cualquiera puede comprobar tras un breve paseo.
Pequeñas plantas que ya se preparaban para dormir el largo periodo invernal, resurgen y simulan una anacrónica vuelta a la primavera, aún incierta y lejana. Algunos brotes verdes parecen olvidarse de lo inapropiado de su presencia en otoño.
Las múltiples mascotas con la que me cruzo en mi vagar diario, saltan y corren especialmente alegres los días de petricor. Incluso en sus dueños se dibuja una sonrisa que otros días parece amortiguada y enmascarada por los problemas y preocupaciones de cada uno.
«La lluvia es arte», me dice una querida amiga gallega. No lo discutiré. Y romanticismo y pasión. ¿A quién no le resulta atractiva la imagen de una pareja contemplando llover bajo la protección de un porche o a través de una enorme cristalera, mientras el hombre se acurruca en el regazo de la mujer, o la mujer apoya su cabeza en el pecho de su amante?
Quizás mi larga estancia a orillas del Cantábrico ha cambiado la percepción que tengo de la lluvia, muy diferente a la de mi familia o mis amigos de la meseta. Tal como aseguran los santanderinos de más edad, ya no llueve como antaño, «cuando nos poníamos las katiuskas en octubre y no nos la quitábamos hasta abril o mayo». Es cierto. Ya no llueve tanto ni de modo tan continuo.
Puedo asegurar que muy pocos días del año la lluvia del norte me impidió pasear por la hermosa bahía santanderina. Sólo la combinación de viento fuerte y aguacero me recluían en casa.
La galerna y el temporal lo aconsejaban. Ahora bien, cuando se sucedían diez o más días de lluvia y cielos cubiertos, se reactivaba algún gen de mi ADN castellano y me urgía recorrer los cien kilómetros que me separaban de Aguilar de Campoo para disfrutar de la luz y el sol de Castilla.
Desconozco cómo será mi relación con la lluvia en mi regreso a Palencia. Supongo que los días de fuertes borrascas no saldré a caminar, pero una lluvia ligera no me privará de mis placenteros paseos por la ciudad.
Mientras llegan las gélidas jornadas invernales con nieblas y aguaceros, disfrutaré de estos primeros días de otoño, con lluvia, geosmina y la visión mágica de los arcoíris que anuncian el paso de los chubascos.
Los cielos lucirán diáfanos y limpios y toda la naturaleza se mostrará alborozada para celebrar la alegría de seguir con vida.