Pequeño de estatura; ágil como un gato; letal con el acero; vivo de genio; audaz, valiente y temerario; compasivo y vengativo al tiempo; devoto de la Virgen, de quien llamaron capitán, y de la bellísima guaricha venezolana Palaaira Jinnuu, su Isabel, con quien protagonizó la más hermosa historia de amor de las Indias.
Fue quien descubrió el lago Maracaibo y le puso el nombre a Venezuela, «La Pequeña Venecia», por los palafitos indígenas que contempló. Todo ello forma parte de su leyenda y no lo desmiente la Historia. De Ojeda decían sus soldados y sus compañeros de venturas y desventuras, nombres que hoy son leyenda como él (Pizarro, Juan de la Cosa, Américo Vespucio o Vasco Núñez de Balboa), que se batió en mil duelos a espada y que tal era su destreza y rapidez que no le hirió nunca el acero contrario. No pasaba ofensa alguna y aún menos que se la hicieran a la Virgen María, de quien llevaba siempre una encima y fue lo único que salvó en su último naufragio.
Alonso de Ojeda nació en Torrejoncillo del Rey (Cuenca) en 1468. Era hijo de hidalgos de poca fortuna, pero con un tío influyente. Este, con su mismo nombre, era inquisidor y cercano al obispo Fonseca, que se fijó en el joven conquense y le consiguió plaza en el segundo viaje de Cristobal Colón, con quien embarcó a los 26 años y con quien desembarcó, ya gozando de su confianza, en La Española. Allí comenzó a escribir su leyenda, venciendo con tan solo 15 hombres y apresando luego con un astuto ardid, unos grilletes dorados, al cacique Caonabo. Luego derrotó, ya al frente de las tropas castellanas, a todas las tribus confederadas, en la decisiva batalla Jáquimo o de la Vega Real, donde se ganó su primer apodo: El Centauro de Jáquimo.
La derrota de miles de indígenas por apenas 400 españoles supuso el dominio total de la isla donde solo la hermosa Anacaona, mujer del apresado Caonabo, continuó la resistencia taina. Esta subyugó a los conquistadores presentándose en un palanquín adornado con hojas y flores, que eran también lo único que con lo que cubría su cuerpo desnudo. Dice otra leyenda que el único por quien ella se dejó subyugar fue tan solo por el cortés y galante Ojeda. La historia de Anacaona acabaría después, tras la marcha de este, triste y trágicamente, pues aunque ella intentó la paz, fue obligada por las violencias castellanas a hacer la guerra. Capturada, fue ejecutada en la horca por el gobernador Nicolás de Ovando.
Alonso de Ojeda regresó a España, ya alejado de los Colón, que perdieron, además, mucho del favor de los reyes, sobre todo de la reina Isabel, por haber traído esclavizados a indios, que ella le obligó a devolver pues consideró que sus súbditos, y ellos lo eran, no podía ser esclavos. La decisión real culminaría más tarde, tras arduas discusiones jurídicas y teológicas en las Leyes de Burgos que dictaminaron cuál debía ser el trato a los indígenas, y que estableció que a las expediciones fueran comisarios y frailes que las hicieran cumplir. Aunque estas leyes se burlaron con excesiva frecuencia, fueron elementos decisivos y diferenciadores con otras colonizaciones de la conquista y el imperio español en América.
Separado del Almirante y enfrentado a sus partidarios, Ojeda logró el permiso de los reyes para embarcar por su cuenta y lo hizo con el florentino Américo Vespucio, quien daría nombre al continente y el cartógrafo Juan de la Cosa, que realizó sus reputados mapas como el del litoral venezolano adonde llegaron recorriendo, entre otros lugares, el golfo de Paria, la isla Trinidad y la desembocadura del Orinoco.
Fue el primero de sus viajes a los que siguieron más, tras nuevas capitulaciones con los reyes y ya con nombramiento de gobernador. Fundó una colonia, la primera en el actual territorio colombiano, pero sus nuevos socios, dos mercaderes sevillanos, Juan de Vergara y García de Campo, le apresaron, cargándolo de cadenas y quitándole lo que habían conseguido atesorar. Consiguieron que fuera encarcelado en La Española durante dos años, hasta 1504, en que su valedor, el obispo Fonseca, logró su liberación.
Se quedó en América, pero hasta cuatro años después no se le presentó una nueva oportunidad, de nuevo de la mano de Juan de la Cosa, a la que se añadió Diego de Nicuesa, propietario de una gran fortuna. Los reyes repartieron las gobernanciones en tierra firme de Veragua y Nueva Andalucía, entre ambos, quedando la segunda para Ojeda.
Salió Ojeda delante y desembarco en la bahía del Calamar, que es como se llamó lo que es ahora la fabulosa Cartagena de Indias. Allí se produjo el primer choque con los indios. El castellano-manchego derrotó a los de la costa, pero al adentrarse en la selva, los indígenas contratacaron y acabaron con la vida de casi todos los españoles, entre ellos la de su buen amigo Juan de la Cosa, quien la sacrificó para que Ojeda intentara regresar a la bahía donde estaba la flotilla y el resto de la flota. Consiguió llegar con tan solo un superviviente más. Allí los encontró Nicuesa, quien generosamente le socorrió, cediéndole armas y hombres, y entre ambos y en una siguiente entrada se vengaron de los indios asaltando sus poblados y masacrando a sus gentes.
Se separaron de nuevo y Ojeda, costeando hacia el sur, llegó al golfo de Uraba donde fundó la colonia de San Sebastián de Urabá y construyó un fuerte. Las penurias fueron tremendas por el clima, las ciénagas y los indígenas, que emponzoñaban sus flechas, convirtiendo cualquier herida en mortal. De aquellos tiempos proviene otra de las grandes leyendas sobre el valor de Ojeda. Herido por una de estas flechas en el muslo, se hizo aplicar dos planchas de hierro al rojo vivo por ambos lados y con ello, aunque sufriendo terribles dolores, consiguió eliminar el veneno y sobrevivir.
Ocho meses después, cercado, cada vez con menos hombres y sin que la ayuda prometida le llegara de santo Domingo, se dirigió hacia allí en busca de ayuda embarcando con algunos de sus hombres en un bergantín que arribó e iba mandado por Bernardino de Talavera, que se comprometió a llevarlo hasta allí. Ojeda dejó al mando en Urabá a un entonces desconocido soldado, pero ya bien fogueado en las guerras de Italia, llamado Francisco Pizarro con la orden de esperar durante 50 días, y que si él no volvía, intentara por su cuenta regresar. Eso hizo y pasado el plazo, con dos bergantines y 70 colonos, volvió a La Española. Una parte decidió quedarse y al poco sí llegó al fin el socorro prometido con Fernández de Enciso al frente, acompañado de quien no mucho después iba a pasar a la Historia Vasco Núñez de Balboa, descubridor del Pacifico. No pudieron aguantar mucho allí y a la postre se evacuó la colonia y el fuerte fue incendiado por los indios.
La causa de que Ojeda no regresara no fue otra que Talavera, que resultó ser un desertor y un pirata. Una vez a bordo, lo apresó pensando en conseguir rescate, pero un huracán le hizo soltarle para que salvara la nave, pues era mejor marino que él. Consiguieron llegar a la costa de Cuba donde naufragaron finalmente. Desde aquel punto comenzaron a caminar en busca de lugar habitado. A resultas del naufragio, las penurias y el hambre después tan solo quedaron 12.
El capitán tan solo salvó de la catástrofe la imagen de la virgen que siempre había llevado con él desde que embarcó rumbo a las Indias por primera vez en el año 1494. Había prometido en medio del huracán que, de salvarse, levantaría un templo y la dejaría allí. Y eso hizo. Construyó una pequeña ermita en el primer poblado indio que los socorrió, y allí la Virgen de Ojeda fue después largo tiempo venerada por su habitantes así como por las tribus indígenas circundantes. Finalmente consiguieron llegar, con la ayuda de Pánfilo de Narváez, segundo en Cuba del gobernador Velázquez, hasta Jamaica, donde Talavera fue apresado. Él siguió hasta La Española, donde fracasado, y enterado de que sus hombres en Urabá había recibido al fin auxilio y también Pizarro y los suyos habían conseguido ponerse a salvo, renunció a su cargo de gobernador y pasó sus últimos cinco años en Santo Domingo. Ya no volvió a dirigir ninguna expedición, pobre y humilde pero en compañía de su gran amor, La Guaricha, su Isabel, con la que tuvo tres hijos y cuya historia es su leyenda mejor.
La había encontrado en el primero de sus viajes a Venezuela, a las orillas del lago de Maracaibo. Era la perla mejor de las que consiguió en el viaje. Se llamaba Palaaira Jinnuu, Guaricha de Coquivacoa (La Guajira) , se bautizó como Isabel, se casó con ella, se amaron de por vida y ni siquiera la muerte los separó.
Ojeda la llevó orgullosamente a España cuando regresó, la vistió con las mejores telas y brocados castellanos y la llevó a la corte de los reyes, donde causo una profunda impresión. Era de una belleza sin igual, alta y juncal, esbelta y altiva, de color trigueño claro su cutis y el pelo, de ojos de almendra y de tan elástico andar que se perdía la vista sin querer en su figura.
La hermosa guaricha
Ojeda y ella ya no se separaron nunca, le acompañó siempre, en Santo Domingo, en sus viajes de conquista, donde le servía de intérprete, y en España, donde fue admirada por todos y hasta incluso en la corte, donde destacó por su hermosura y por la devoción a su marido.
Ella estuvo siempre a su lado, en sus momentos de victoria y en los de penuria. Cuando a la vuelta de otro de sus viajes por Venezuela, fue traicionado por sus socios, encadenado y traído preso a La Española, ella le salvó la vida, pues el temerario Alonso se lanzó desde el barco donde estaba cargado de hierros y cadenas al mar y a punto estuvo de perecer ahogado de no ser por la ayuda de La Guaricha, que lo rescató de un manglar.
Y ella lo salvó también cuando estaba a punto de perecer en aquella expedición de infinitas penurias, saldada con la muerte de su fiel amigo Juan de la Cosa.
La pobreza nos les hizo perder su dignidad aunque rebajó hasta acabar por entero con el orgullo de él.Frecuentaba mucho el convento de San Francisco, entre cuyos frailes había viejos compañeros de armas y descubrimientos, a quien les pidió, sintiendo llegar ya su muerte, que le pusieran una humilde lápida donde estuviera escrito que dijera Aquí yace Alonso de Ojeda el desgraciado, y que se le enterrara a la entrada del templo, para que todo el que entrara o saliera hubiera de pisarlo y con él su soberbia.
Murió en 1515. A los tres de días de ser enterrado, un amanecer, los frailes encontraron a Isabel tendida y muerta, abrazando su tumba. No quiso seguir viviendo sin él.
Sus restos estuvieron largos siglos allí. Hasta el mismo siglo XX, cuando primero los trasladaron y devueltos de nuevo al convento, la lápida y su tumba desaparecieron en el año 1962.
El matrimonio de Ojeda, aunque relevante, no fue una excepción. La reina Isabel ya había aconsejado tales matrimonios mixtos y en 1514, su viudo, Fernando, ya hizo ley y promulgó para que no hubiera duda alguna que sus descendientes tendrían idénticos derechos que cualquieras otros.
El mestizaje fue desde el primer instante un verdadero hecho diferenciador con las colonias inglesas y la prueba son las actuales poblaciones en América.
¿Saben ustedes cuándo se aceptó el matrimonio interracial en Estados Unidos? Pues hubo que esperar hasta 1967. Los racistas, sin embargo, ya saben ustedes quiénes somos, según la Leyenda Negra y sus más devotos seguidores nacionales, la extrema izquierda y la ignara incultura de quienes se autocalifican de progres e intelectuales por demás. Alonso de Ojeda echaría tal como si le mentaran a la Virgen o a su Guaricha, y más les valdría echar a correr.