Los peluches están ajados y las flores de plástico descoloridas, pero los recordatorios permanecen ahí, en la maldita curva de la esclusa número 13, como ominosos testigos de una tragedia que el tiempo no podrá jamás borrar de la memoria de la comarca, porque hay desgracias que no pueden olvidarse, porque la muerte, aquí, es mucho más que una palabra: es una herida abierta que no dejará de sangrar por más que pasen los años y la lluvia.Es imposible el olvido, y en Zarzosa de Río Pisuerga lo saben muy bien: hace diez años, de madrugada, un fatal accidente en el Canal de Castilla robó la vida de seis vecinos de este pequeño y tranquilo pueblo burgalés, que se adentra en el ecuador del verano en un silencio de sol justiciero y sombra beatífica. «Nada ha vuelto a ser lo mismo», admite con tristeza su alcalde, Jesús Damián García, junto al monolito que el Ayuntamiento erigió junto a la iglesia en memoria de las víctimas: los nombres de Laura Pérez Martín, Margarita Alonso Porta, Marta Santamaría Madrazo, Paula Santamaría García, Irati Lanz Santamaría e Ibai Azkue Arroyo se leen con dolor de letanía. Vidas rotas, familias destrozadas. La sola visión de la lápida estremece. Todo es desolación en el recuerdo.
«Han pasado diez años, pero esta desgracia está muy presente. Es algo que no se puede olvidar. Desde entonces los veranos ya no son los mismos. Viene menos gente. Fue un golpe muy duro.Aún no nos hemos recuperado. Ese accidente fue un antes y un después.En un pueblo pequeño, tú me dirás», apostilla Jesús DamiánGarcía, a quien la época estival preocupa porque se producen más desplazamientos por las carreteras que cruzan el Canal, y es consciente de que la fatalidad acecha: demasiadas tragedias se han registrado en sus aguas; demasiadas vidas se ha tragado esta obra de ingeniería de la Ilustración. «Aunque ahora la preocupación es menor, porque hay más protección». Es cierto: la malhadada esclusa número 13, en el término de Naveros, a la que se precipitó el vehículo con los seis vecinos de Zarzosa -tres mujeres y tres menores- la madrugada del 11 de agosto de 2012 está hoy debidamente señalizada, iluminada y protegida. Pero entonces no. «Siempre se actúa cuando es demasiado tarde», apunta García, quien critica que ya ha pasado más de un año desde que se presentara el proyecto de un puente en Naveros que aún está por ejecutarse. «No se ha hecho nada todavía», denuncia.
Si la esclusa maldita no parece hoy constituir peligro alguno, no puede decirse lo mismo de la esclusa número 9, la que lleva a Zazosa de Río Pisuerga. Dos de las losetas del puente permanecen desde hace tiempo derribadas -se cree que algún vehículo agrícola las tumbó al atravesar sobre el Canal-, y la sola visión de esa oquedad, más una marchita cinta de la Guardia Civil que se arrastra por el suelo en lugar de marcar el perímetro del hueco, revelan la dejadez que muchos tramos de esta infraestructura padece por quienes debían tenerla en óptimas y seguras condiciones.
En la comarca llevan años denunciando el olvido que sufre esta infraestructura, sobre la que se habla de actuar sólo cuando sucede alguna desgracia. La realidad es que la imagen que presenta esa esclusa en territorio burgalés resulta de todo punto inaceptable en todos los sentidos: por la peligrosidad, la escasa protección, la nula señalización y por la imagen de abandono que contrasta con los carteles que, a lo largo de todo el Canal, hablan de éste como de un reclamo turístico de enorme interés. Es vergonzoso el aspecto que presenta este paso que une Naveros con Zarzosa. Inaceptable.
«Algo así se va a recordar siempre. Es imposible de olvidar. Son muchas vidas humanas las que se perdieron», insiste Jesús Damián García. A media mañana, en Zarzosa reina el silencio. El sol cae de plano. De él se refugia en una sombra pírrica Carmelo, vecino del pueblo que ha conocido demasiadas desgracias en torno al Canal de Castilla. De la acaecida hace una década guarda un recuerdo preciso. «Cómo no ve voy a acordar. Lo viví con mucha tristeza. Conocía a todos. Parece que las estoy viendo. Una de las chiquillas jugaba mucho con una sobrina mía. Después de eso el pueblo perdió mucho». Teófilo se acoge a la misma sombra que Carmelo, y su discurso respecto de lo acontecido hace una década es el mismo: impacto, tristeza, vacío. «Para el pueblo fue un golpe tremendo. Nada ha vuelto a ser lo mismo. Aquellos niños... Todos jóvenes. ¿Cuál es el futuro de un pueblo? La juventud...».
negra madrugada. Habían disfrutado de la noche en las fiestas de San Llorente de la Vega y regresaban a Zarzosa pasadas las cuatro de la madrugada cuando el monovolumen en el que viajaban se precipitó a la esclusa de Naveros. Lo que siguió es historia: nada pudo hacerse por los seis ocupantes del coche, y eso que la madre del niño de 12 años que iba en el vehículo accidentado, y que vio con angustia el accidente desde un coche que seguía al siniestrado, se lanzó desesperadamente a las oscuras y bravas aguas del Canal. Los vecinos de Naveros, alertados por los gritos desgarradores de quienes contemplaron en directo la tragedia, trataron de auxiliar a los ocupantes del vehículo hundido en la profundidad de la esclusa.En vano. Cuando llegaron los bomberos de Herrera de Pisuerga ya era demasiado tarde: descendieron al foso, rompieron las ventanillas del coche porque las puertas estaban bloqueadas, y tras enderezar el auto con el cabestrante de su camión ya sólo pudieron extraer y subir los cuerpos sin vida de los seis ocupantes. En estos días, una misa los recordará a todos. Zarzosa se unirá al dolor de las familias, como en cada aniversario. Diez años después, sigue abierta en canal una herida que no podrá cerrarse nunca. Y que no se olvidará jamás.
«A Laura le encantaba el pueblo; era feliz aquí». Para Amaya no han transcurrido diez años porque su mundo se detuvo para siempre aquella noche maldita. Para Amaya, parece que fue ayer mismo, ayer, cuando vio por última vez a su hija Laura, que le preguntó si iba bien con aquel vestido, si estaba guapa para ir a la fiesta. Vaya si lo estaba: era preciosa Laura, que tenía 18 años y toda la vida por delante. Tenía planes, sueños. Quería disfrutar del verano, exprimir la felicidad que siempre sentía estando en el pueblo, antes de iniciar su primer curso universitario, que se antojaba exigente: había decidido estudiar Administración y Dirección de Empresas en la Universidad de Burgos. Solloza Amaya, la voz temblorosa, emocionada, mientras observa con ternura y amor infinito una fotografía de su hija. «Todos los días pasándolo mal, acordándome de ella... Vivo cada día como si hubiese sido ayer, como si no hubiese pasado el tiempo. Laura una niña majísima, estudiosa, con muchas ganas de vivir.Me cuesta venir al pueblo, porque ella pasaba todos los veranos aquí. Llegaba en julio y se iba en septiembre.Aquí era feliz.Tenía muchas amigas».
Apoyada en el quicio de la puerta, junto a la verja, no necesita Amaya hacer memoria: parece que está viendo ver pasar a su hija con el bocadillo de la merienda en la mano, rumbo a encontrarse con su cuadrilla.
«Decía que iba a pasarse un verano genial.Que quería disfrutar y que ya se pondría las pilas cuando empezara el curso para estudiar, eso decía». Se quiebra inevitablemente la voz de Amaya, que es lo único que ha quebrantado el silencio en Zarzosa, que se ovilla sobre sí misma al sol despiadado de julio con esa soledad con que están hechas la ausencias más presentes. Nada es lo mismo en este pueblo desde que no lo habitan Laura, ni Margarita, ni Marta, ni Paula, ni Irati, ni Ibai.Ya nada es lo mismo.