Seguro que todavía no es el momento para plantearse algunas cuestiones de fondo que están en el origen y en las consecuencias de la horrible catástrofe que hemos podido ver y padecer en tiempo real. Esta es época de reparar el daño, de ayudar a la mayor y más rápida normalización que sea posible en la vida de los lugares afectados, y de honrar la memoria de tantas personas que el agua y el barro se llevaron por delante. Pero llegará un día en que habrá que discutir sobre ciertos asuntos.
El primero, y más inmediato, sobre las posibles responsabilidades que se deriven de lo ocurrido. Sea por falta de previsión, por negligencia, por retraso en adoptar iniciativas, por aplicar estrategias de polarización y deslealtad, o por otros motivos, lo cierto es que no se podrán eludir las culpas, estén donde estén. La conciencia ciudadana y la propia sensibilidad democrática no soportarían la idea de dejar pasar el tiempo para que se difuminen los efectos, o para minimizar lo sucedido.
El otro es de largo alcance, y complicado. Sabemos que esto puede repetirse, que el cambio climático, el calentamiento del mar y del aire, especialmente en la región mediterránea, las condiciones geográficas de la zona, y tantos otros factores que pueden aumentar el riesgo, están ahí. Sabemos que hay muchos lugares habitados que llevan siglos asentados a la vera de barrancos y ramblas; incluso que tenían experiencia de riadas o inundaciones menos graves con las que habían convivido con relativa frecuencia. Ni lo uno, ni lo otro, tiene fácil arreglo completo a corto plazo; hará falta una planificación rigurosa, realista y eficaz sobre cómo disminuir los riesgos en la mayor medida posible. Ponerse a ello ya era urgente, pero se ha hecho ya inaplazable.
Y será, en fin, necesario que la colaboración pública y privada acompañe; que la política, las competencias respectivas, la colaboración institucional, la disposición a alcanzar grandes acuerdos, sean elementos favorables y no obstáculos. Porque estos días hubo de todo en medio de la catástrofe; y ya quedó claro que ni los intentos de eludir responsabilidades, ni las tentaciones de obtener rentabilidad política, mezclan bien con la desgracia.