Alicia Antolín de la Hoz (Medina de Rioseco, 1961) es muy madrugadora y, pese a ello, confiesa que a veces el día no le da de sí para todo lo que tiene que hacer. No son obligaciones impuestas por el trabajo o por el entorno, pero sí cosas que hay que hacer. Y las hace.
Una de ellas es la que engloba las tareas domésticas -«cada vez me gustan más»- y se le suman el deporte, el cuidado de las plantas, la costura, la lectura y el aprendizaje del hebreo, por su cuenta. «Empecé cuando me jubilé y sigo con ello porque me gusta aprender aquello que es difícil; lo fácil apenas tiene alicientes», explica.
No olvida la vida social fuera de casa, pero sin perder nunca de vista la familia, que para ella es el pilar fundamental -siempre lo ha sido-, el centro de su peripecia vital, el espacio del que emanan el apoyo y el amparo, el lugar en el que estar y al que volver siempre, pase lo que pase, allí donde nacen el amor, los vínculos más naturales y profundos y donde fructifican los conocimientos y las aptitudes que no se olvidan.
Hija, nieta, hermana, sobrina, prima, tía, esposa y madre, se ha sentido segura en su entorno próximo y siente en lo más profundo de su ser gratitud. Por la felicidad de la infancia, por los consejos de la abuela, por los ratos en el huerto del abuelo y por el ejemplo de sus padres.
Rememora unos tiempos en los que había relaciones de vecindad, confianza en los demás, en los que la palabra dada tenía valor, al igual que la generosidad, la mesa compartida o el trabajo bien hecho. Y los echa de menos porque no le gustan nada los derroteros que ha tomado el presente. «Asistimos a la desintegración del ser humano como tal, desde la familia a todo lo demás. Nos han contado mentira tras mentira para meternos el miedo dentro y dejarnos sin capacidad de reacción», asevera.
Una prueba «brutal» de ello ha sido, a su juicio, la pandemia, cuya gestión en todo Occidente se ha sustentado sobre el miedo, las restricciones y la coerción.
«El auténtico poder, que está por encima de gobiernos y administraciones, ese que manejan unos pocos, quiere reducir la población mundial», apostilla.
Ahí deja el mensaje, consciente de que gritarlo a los cuatro vientos no va a dar ningún resultado porque nos hemos acostumbrado a admitir las mentiras y las pautas que dan los expertos, sin cuestionar nada y haciéndonos a un lado para que sean otros los que actúen en nuestro nombre.
«Yo sí protesto, discuto y me quejo; siempre lo he hecho cuando algo no estaba bien, pero sé que mi capacidad de actuación está única y exclusivamente en el círculo más próximo, en la familia y en los amigos», reconoce.
No pierde la esperanza de que ese mensaje vaya transmitiéndose y calando, poco a poco, de persona en persona, como si se tratara de una red de vasos comunicantes de cercanía.
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