Jesús Martín Santoyo

Ensoñaciones de un palentino

Jesús Martín Santoyo


Franceses en Palencia

14/04/2024

No es Palencia un foco de atracción del turismo de masas, al modo de las ciudades de la costa en verano, pero todos los días observo un fluir constante de grupos de visitantes que admiran los puntos más emblemáticos de la ciudad.
Sobran motivos para hacer una visita a Palencia. Su catedral, sus majestuosas iglesias, su transitada calle Mayor con soportales llenos de comercios y de vida, sus jardines y arboledas junto al cauce del río Carrión…justifican una visita a la ciudad.
Hay muchos más atractivos. La gastronomía palentina es espectacular: menestras, asados, quesos y chacinas pueden competir con las mejores ofertas culinarias de cualquier rincón de España.
Creo que el reto de la ciudad se debe centrar en conseguir que las visitas duren más de un día, que aumenten las pernoctaciones y que se supere el modelo de turismo que comienza en la mañana y termina al atardecer. Los ochenta minutos en tren que nos separan de Madrid han supuesto un claro aumento de esos visitantes de jornada única. Pero nuestras autoridades deben desarrollar proyectos imaginativos que inviten a los turistas a pasar al menos una noche en la ciudad.
Una mañana de finales de agosto me abordaron dos matrimonios de unos sesenta años cuando iba caminando junto al río a la altura de la catedral. En un español muy precario, con marcado acento galo, me solicitaron información sobre la ubicación de la iglesia de San Miguel. Creí entender que tenían cita para visitar la catedral y deseaban saber si les daba tiempo a conocer antes la monumental iglesia donde, según la tradición, se había casado el Cid Campeador.
«La ciudad es pequeña y la iglesia de San Miguel está muy cerca, tenéis tiempo de sobra», casi les grité por ese instinto que tenemos los monolingües a pensar que hablar alto funciona como traductor automático a otros idiomas. Me despedí de los franceses y pasé parte de la mañana reflexionando sobre mi relación con Francia. He visitado dos veces París. La primera vez a comienzo de los ochenta. Me sentí entonces como un ciudadano de segunda clase, maltratado por la acentuada arrogancia de los parisinos hacia cualquier extranjero, y más si se trataba de un español de aquella época. Volví a viajar a la ciudad ya en el siglo XXI y algo mejoró mi percepción de los franceses capitalinos. España había avanzado mucho social, política y económicamente y nuestros vecinos del norte no tenían más remedio que reconocerlo. Me trataron mejor, aunque persistían en su actitud de no facilitar la comunicación si no los hablabas en francés. Menos mal que mis frecuentes visitas a otros lugares de Francia (Las Landas, la Camarge, La Provenza, las llanuras del centro…)  me han reconciliado con nuestros vecinos. Ahora distingo entre un parisino y un francés. Los mismos franceses lo hacen.
Hecha esta digresión biográfica, he de confesar mi admiración por los turistas franceses que he conocido en los rincones más recónditos de España. Son cultos, educados, curiosos y respetuosos. Me los he encontrado en pequeños pueblos, visitando castillos, monasterios o ruinas arqueológicas, muy alejados del turismo de masas.       Admirables.
Entrañables y admirables me parecieron los franceses que me abordaron esa mañana, a los que señalé la ubicación de la iglesia de San Miguel. Me los volví a encontrar por la tarde. Paseaban por la calle Mayor, despacio, saboreando cada rincón. Me reconocieron y me saludaron. Hicieron ademán de sentarse en la terraza del Casino de la ciudad. No pude sino advertirles que era una sociedad privada, pero que podían solicitar una visita guiada para conocer sus instalaciones al día siguiente. Los dos matrimonios habían decidido pernoctar en la ciudad y tomaron nota de mi sugerencia de visitar el Casino, antes de regresar a Madrid. «Merci, Monsieur. Au revoir».  
Volví a mejorar mi valoración de nuestros vecinos transpirenaicos. Reconocí otras virtudes. La limpieza de sus pueblos que tan gratamente me sorprende cando viajo por Francia.
Al parecer, una buena política de educación y castigo logró mejorar sus hábitos de limpieza, según me reconoció Matias, un viejo amigo profesor de francés. 
«Sólo los barrios marginales nacidos de la irracional política de emigración, guetos donde ni siquiera el estado interviene, están al margen de esa limpieza y aseo en las ciudades galas. Ese es el gran problema de Francia», me insistía mi amigo Matias.