Decir que Bence es húngaro es simplificar demasiado la novelesca biografía del personaje. Hijo de una trapecista y de un domador de leones y tigres del Circo Universal, Bence había nacido en Budapest en 1965. Pero igualmente podía haber visto la luz en Roma, Londres, París o en cualquier otra ciudad de la vieja Europa donde el arte circense hubiera llevado a sus padres.
La madre, de origen ruso, era una excelente especialista en acrobacias y equilibrios inverosímiles en la cuerda floja. Muy valorada y reclamada por las más importantes empresas del sector del viejo continente, sin embargo, eligió amarrarse a un destino más anodino en el Circo Universal.
Se había enamorado de un griego dedicado a la doma de fieras en esa misma empresa y sacrificó cualquier futuro de triunfo profesional para permanecer junto a su novio.
Bence nació de la relación de tan singular pareja y no conoció otro hogar ni otro mundo que las itinerantes caravanas con las que el Circo Universal recorría Europa desde los años sesenta.
Aunque le atraía el trabajo de domador de leones de su padre, Nicolai insistió en quitarle de la cabeza esa especialización circense. Veía a su hijo demasiado imprudente y temerario y le aterraba la idea de que cualquier día sufriera un accidente irremediable. Por ello, el joven Bence se vio empujado a seguir los pasos artísticos de la madre. Tuvo que entrenar duro para conseguir un puesto como acróbata en el trapecio del circo. Era menudo y atlético y no sufría vértigo. Se tenía que machacar horas y horas de entrenamiento para conseguir la perfección, la exactitud en cada maniobra en la cuerda floja. Y lo consiguió.
Cuando sus padres decidieron retirarse, se instalaron en una casita en una de las incontables islas griegas del mar Egeo. Querían acabar descansando de la dura vida ambulante en un lugar soleado y amable que les compensara de los sacrificios que habían padecido en su ajetreada vida laboral. Terminaron aborreciendo cualquier tipo de viaje.
Bence siguió trabajando en el Circo Universal. No era tan habilidoso y brillante como su madre, pero pensaba vivir de su arte siguiendo los pasos de su progenitora. A los 43 años, un accidente mientras actuaba en Barcelona no evitó que una mala posición en la caída en la red de seguridad dislocara de por vida la cadera del trapecista. Su carrera como equilibrista en las alturas había terminado. Intentó sin éxito otros trabajos en la farándula. Probó de payaso, de mimo…No era lo suyo.
Su carácter se agrió y también la relación con su pareja, una cocinera bretona que atendía la intendencia y preparaba las comidas que alimentaban a la troupe. Bence abandonó el circo y se instaló en Cádiz, al amparo de una hermana a la que apenas había tratado, porque la chica abandonó la compañía a los dieciocho años para casarse con un andaluz.
En Cádiz Bence decidió dedicarse al oficio que he tenido el privilegio de contemplar estos días festivos en la calle Mayor de Palencia. Un Bence delgado, menudo, mal afeitado se embutía en un disfraz de galán, de caballero antiguo, que tenía adosado una muñeca de tamaño natural.
La singular pareja bailaba en el centro de la ciudad a los ritmos que marcaba un humilde aparato con música pregrabada que repetía tangos, polonesas y valses, además de otras variables de bailes de salón. El payaso y la muñeca. Una imagen triste con la que solicitaba una limosna en un platillo para poder comer ese día.
La temporada de Bence comenzaba en primavera en el sur de España. El bailarín subía luego por la costa levantina y acababa por el norte en los calurosos días del verano. De fiesta en fiesta. De pueblo en pueblo. Siempre repitiendo los mismos números de baile ante una parroquia distinta que hacía corro para ver la danza. Rayando el mes de septiembre Bence comenzaba un descenso al sur de España para aprovechar las ultimas fiestas y verbenas del otoño patrio. En invierno volvería a Cádiz, al generoso refugio de su hermana.
Cuando acabó su actuación en la calle Mayor, arrojé a su platillo unas monedas que el payaso agradeció con una tópica inclinación de cabeza. Pude ver en su mirada todos los paisajes, todos los climas, todos lo horizontes de un hombre que había recorrido medio mundo sin encontrar su sitio en ningún lugar.