Gonzalo Calcedo (Palencia, 1961), uno de los actuales cultivadores de la narrativa breve (relato y novela corta) más respetados y leídos, acana de publicar en Menoscuarto Ediciones La chica que leía El viejo y el mar, un libro de cuentos, diecinueve, «cortos, esenciales», afirma el autor. «Componen un mosaico, un dibujo general de la realidad que se aprecia al alejarse de cada cuento y contemplar el conjunto a distancia. Su suma equivaldría también a un álbum de fotos. Todos sugieren algo, pero el total compendia una época, unas emociones que han encontrado en esta forma de narrativa el modo de expresarse», añade.
Calcedo, que señala ser «bastante tímido a la hora de airear la parte, digamos, íntima de los libros, su intrahistoria», comenta que este la tiene y, «probablemente, más marcada que otros libros anteriores». «Una gran parte de los cuentos surgieron de viajes. Tener un hijo viviendo en el extranjero obliga a esos traslados y te lleva a los no lugares que pueblan cualquier geografía: hoteles, aeropuertos, carreteras», explica, para añadir, a renglón seguido, que fue «redondeando el libro cuando ya tenía definida su forma, esa brevedad a ultranza de la que hablaba. Pero, incluso contando esto, me reservo una parte de su devenir interno. Afortunadamente, el lector siempre rellena esos espacios proscritos y, a su manera, reescribe lo ya narrado».
«Lo he dicho muchas veces y, aun así, no me canso de repetirlo: libertad», afirma respecto a qué es lo que más le atrae del género. «El cuento se puede improvisar, no necesita de una gran cartografía. Sus ataduras argumentales son mínimas: pocos personajes, situaciones únicas. Surge de pronto, en parte del oficio de escribir, en parte de la observación».
«Escribir cuentos no es una pelea con una estructura y cientos de páginas, como sucede con la novela. Vuelvo aquí a recurrir al tópico: se daría la mano con la poesía y la fotografía. Tampoco, por suerte, se deja tentar por las modas. Habita la periferia de la literatura, pero sus horizontes son muy despejados», asevera.
Sobre la relación que mantiene con su tierra, puesto que está afincado en Cantabria, significa que «Palencia es la infancia, algo que rápidamente se convierte en recuerdo. Más aún con traslados y mudanzas de por medio». «La costa, ese mar salado y elemental del que hablaba Conrad, pasó a difuminar todavía más esa época. Pero, curiosamente, la literatura me ha permitido pasar páginas hacia atrás y encontrarme con otra Palencia, un lugar tranquilo, sosegado, en el que afortunadamente lo pequeño exhibe sus bondades», incide. «Los libros han cerrado un círculo y ahora disfruto de las dos cosas: el mar de mi adolescencia y de la madurez y la infancia del parque, la tierra suelta de antaño y, sobre todo, el lugar en el que mis padres, sin haber nacido allí, fueron felices», manifiesta.
Preguntado por si trabaja en algún otro proyecto literario, Gonzalo Calcedo apunta que «lo bueno de los cuentos es que no hay paradas ni reposo», y es que la publicación de una novela «implica el cierre de un proyecto y una etapa de pausa a la espera de iniciar otro». «Con los relatos no existen esos intermedios, al menos según el método que yo sigo. Escribo historias breves todo el tiempo y son los propios cuentos los que, en un momento determinado, se empeñan en juntarse unos con otros y componer un libro. Otro libro. Otra mirada sobre el tiempo y eso que todos, un poco melancólicamente, llamamos vida», subraya.
Por últiimo, decir que el escritor agradece al sello editorial palentino Menoscuarto Ediciones que, «por suerte para todos, haya seguido reservando una parte de su espacio al relato», y añade que se siente «feliz y honrado» por publicar en esta editorial. «Escribo con esa libertad que citaba. Poco más puedo desear», remarca.