España siempre fue un país de supremacía del chulo. Chulos eran los toreros, primeros toreros del nacimiento de la Fiesta Nacional. Hombres de barra que apoyados de medio lado en el mostrador de la Venta, discutían poco, asentían con la cabeza y disentían con autoridad de líder. Su discurso era breve, repetitivo, de muletillas e impuesto sobre todos.
Su autoridad provenía de la navaja cabritera de muelle o de la faca ocultamente enfajada y de una constante cara de pocos amigos, con patillas que encubrían las apretadas mandíbulas cerradas como un pespunte al bies y que solo se aflojaban para el cante, los rasgados de guitarra y cajón echados en honor propio.
Gonzalo Santonja, el consejero de cultura de la Junta, en sus "Albores del toreo a pie" o "La justicia del rey" los estudia y analiza porque ser chulo es una actitud de permanente desafío. Rosa Diez, metida a sicóloga con brillo, dice que son tipos violentos, bipolares que confunden el acierto con el error, la verdad con la mentira, capaces de convivir con quien macarrea como chulo de playa. Posiblemente por vivir descentralizados del mundo ideológico.
Pérez Reverte, estudioso conocedor de los bajos fondos urbanos los eleva al vuelo del cuco, al nosocomio, para llamarles matadores, killer o asesinos encubiertos. Son hombres solos en palabras de Savater porque hacen lo que los demás no quieren hacer. Valle Inclán al ver una magnífica lidia de Belmonte le gritó: ya solo te falta morir en la plaza. Belmonte le respondió: se hará lo que se pueda.
El chulo es, al fin y al cabo, un héroe literario en la frontera de lo inaccesible, como dice Félix de Azúa en el prólogo de la obra de Alberto González Troyano.
El chulo siempre viene para quedarse en nuestra piel de toro, que cantaba Alberti, hasta que un morlaco negro con dos puñales testudos, como decía Cañabate, los arrastra hasta la cúpula donde deben rendir cuentas.
Hay alguno, inconsciente del valor histórico propio que se prepara y hace acúmulo de logros, pero yo creo que no siempre lo han conseguido.