Apasionado admirador de esta piel de toro hoy convertida en la más penosa de dos Españas. Quiero intentar desgranar alguna de las impresiones de uno de los más singulares galanes del Romanticismo. A los 21 años de edad de aquel verano de 1809 decide que es tiempo de visitar la cultura mediterránea. Su espíritu pasional y viajero le aleja de la rígida sociedad inglesa y escribe a su madre en carta de despedida. «… el mundo entero se muestra ante mí y yo abandono Inglaterra sin pena y sin deseo de volver a ver nada de cuanto encierra exceptuando a usted y su residencia». El 2 de julio desde el puerto de Hobhouse pone rumbo a Lisboa y da rienda suelta a sus emociones. Llega a España y escribe: «Hermosa España, glorioso y romántico reino». Declara su entusiasmo por los españoles al ver su lucha contra el ejército de Napoleón. Hoy diría, «se arrodillan ante Puigdemont». Le seduce la gallardía y se rinde ante la belleza del caballo andaluz sintiéndose atraído por el esmero de las sillas de montar. Impulsivo, sigue su ruta adentrándose por paisajes de las sierras andaluzas a las que describe con fervor: «…como uno de los ejemplares de belleza eterna que el Universo nos ofrece». Cuando llega a Sevilla, se celebraba el primer aniversario de la batalla de Bailén y escribe a su madre: «…me alojé en la casa de dos mujeres solteras. La mayor doña Josefa, amable, la menor muy bonita. La libertad de costumbres muy común en Andalucía me ha asombrado. Las mujeres…por lo general son muy guapas, con ojos negros, grandes y bien formadas». Y destaca las palabras en castellano de doña Josefa al despedirse de él: «¡Adiós, buen mozo!». Y es que este eterno enamorado se prendó en Sevilla y más tarde en Cádiz de la mujer más bella a la que llamaba «maravilla irresistible, embrujo…». Esto da fe de la admiración que España y sus mujeres debieron causar en el joven Lord Byron que incansable escribía: «…de largos cabellos negros, lánguidos ojos, piel clara y al andar hace los movimientos más graciosos difícilmente concebidos por caballero inglés acostumbrado al aire soñoliento e indiferente de las jóvenes británicas». ¡Ay, España escarnecida!