Terminamos de celebrar la Navidad, tiempo en el que, para los creyentes, Dios se hace humano para enseñarnos a todos a ser más humanos, algo tan necesario en una sociedad cada vez más deshumanizada.
Erich Fromm, en su libro La revolución de la esperanza, en 1968, ya pronosticó que en el año 2000 la sociedad sería cada vez más individualizada, deshumanizada y supeditada a la tecnología. Lo que nos haría no solo menos libres, sino también más infelices, siendo meros consumidores, seres pasivos sometidos a una realidad mecanizada que nos separaría a los unos de los otros. Cayendo con frecuencia en la apatía y la inercia, esclavos de la propia pasividad y complacencia. Seres, por tanto, más fácilmente manejables. La deshumanización no supondría otra cosa que la autodestrucción. Cincuenta y seis años después, vemos que todo ello se ha cumplido al pie de la letra y, lo peor, que, aun presuponiéndolo, nadie hizo nada para evitarlo o al menos minimizarlo.
La deshumanización es un proceso a través del cual el ser humano pierde las características que le definen como tal y los derechos asociados a la condición humana. Es un fenómeno cada vez más generalizado que ocurre en multitud de contextos: familiar, laboral, social…, lo que evidencia una dinámica de poder opresora.
La deshumanización en la familia supone su final y, con ello, también el fin de la civilización y el comienzo de la decadencia de la humanidad. En el mundo laboral, el ser humano pasa a ser considerado menos valioso que una máquina y, por tanto, tratado con frialdad, rigidez e indiferencia. Mientras, en la sociedad, va a permitir realizar y justificar las acciones más atroces, siendo una de las principales causas de los conflictos bélicos del mundo.
Conocer y comprender el fenómeno de la deshumanización nos debería permitir disminuir su incidencia y los efectos negativos de ella. Mientras seamos conscientes de nuestra valía y de los derechos que poseemos como seres humanos, más fácil será evitar esta realidad.