He conoció en la terraza de un bar de la calle Mayor Antigua, cerca de las traseras de la catedral, a un portugués singular. Manuel está a punto de alcanzar la edad de la jubilación. Casi siempre ha trabajado en la construcción como peón, aunque en los últimos años se ha especializado en el alicatado y la escayola para poder evitar los fríos y los calores de la intemperie que tanto han dañado a su castigado cuerpo. Habla un español plagado de lusismos, precario, pero suficiente para mantener una conversación sobre cualquier asunto. Sentí curiosidad por su vida desde que pude conversar con él. Mi admiración y cariño por nuestros vecinos occidentales es incuestionable. Manuel vino a Palencia hace 25 años con otros portugueses. Formaba parte de una cuadrilla de obreros que se desplazaban de lunes a viernes para trabajar en la construcción y regresaban el fin de semana a su país para disfrutar de sus familias.
Manuel había nacido en Curia, una pequeña villa cerca de Coimbra con abundantes aguas termales y un próspero negocio de balnearios. A diferencia de sus compatriotas, algún fin de semana se quedaba a descansar en Palencia. No le esperaba nadie en Portugal. Solo una madre que se había casado en segundas nupcias tras enviudar. Manuel no congeniaba con su padrastro. Y ocurrió la escena mas repetida de la historia. Manuel conoció en la capital del Carrión a Margarita, una modista del Cerrato que había abierto un pequeño taller de costura en la ciudad. Se enamoraron. Se casaron. No tuvieron hijos. El matrimonio solo viajaba a Portugal un par de semanas en verano para que el marido pudiera curarse de la saudade que sufría lejos de su terruño.
«Un cáncer se la llevó por delante hace tres años», me confesó.
Manuel decidió quedase a vivir en Palencia para siempre, a pesar de que añoraba la lengua, el paisaje, la gastronomía, el clima y la cultura de su país.
«Ah, los recios vinos de Bairrada, los delicados tintos de la ribera del Dao, los pescados de Aveiro o los asados de Curía».
Yo me limitaba a asentir desde el privilegio de quien conoce todas esas referencias del país vecino.
«Lo que más me gusta de mi patria es el norte. Tras Os Montes, Guimarães, las laderas de las colinas donde madura la uva del vino verde. ¿Sabes que un verano trabajé como guarda jurado en el hotel de Buçaco, un antiguo palacio de los reyes portugueses? ¡Qué lujo, qué esplendor en medio de un bosque de robles y castaños! Aunque también atesoro recuerdos de los veranos de mi niñez que pasaba con mis abuelos en la costa del Alentejo, en una casita al borde del acantilado con vistas fabulosas al Atlántico». «Por qué no has regresado?», le interrumpí. «Si volviera a Portugal, tengo la sensación de que estaría abandonando a Margarita. Todos los sábados visito su tumba en el cementerio de Baltanás. Hablo con ella y cojo fuerzas para seguir viviendo», me explicó.
Un día que lo encontré muy melancólico me acerqué a su rostro y le entoné al oído los acordes del himno «Grándola, vila morena, terra da fraternidade». Manuel sonrió. A mí me compenso con su sonrisa. Para Manuel soy un sabio. Le sorprende que conozca tan bien a su país. «Mejor que yo», me halaga.
Reconozco haber visitado Portugal muchas veces, de Norte a Sur. Tengo amigos portugueses que celebran nuestros encuentros como un día de fiesta. Adoro su literatura, su sencillez de carácter, su patriotismo. Creo que con mi actitud he contribuido a difuminar la mala imagen (merecida, sin duda) que tenemos los españoles para una gran mayoría de lusos. «De Espanha, ni bom vento, ni bom casamento», dicen. Pero también reconocen que abundamos cada vez más los españoles que respetamos su lengua, sus tradiciones y su cultura.
En un tiempo quise aprender la lengua portuguesa para leer a Pessoa en el idioma original. Mi falta de oído y la endemoniada fonética del idioma me hizo desistir. Manuel no sabe quién es Pessoa, pero ríe ante mis dificultades con las sibilantes y las nasalizaciones.
«Si quieres, te enseño», me ofrece.»No te preocupes, amigo. Se me ha pasado la hora de aprender otra lengua. Me alegro de poder conversar contigo en ese batiburrillo que usas mezclando tu idioma con el mío».
Obrigado, Manuel. Muito obrigado.