Pedro toma café por la mañana en un bar de la calle Casañé. Vive con su hijo Germán. Madrileño de origen, es dicharachero como la mayoría de los ciudadanos del foro. Cada día va desgranando a los parroquianos pequeños retales de su vida que justifican lo bueno y lo malo de su insólita biografía. «Gracias al divorcio de mi hijo, he salido de la marginalidad a la que me condujo mi propia ruptura matrimonial».
A Pedro casi todo le había sonreído en la vida hasta los 45 años. Director de una sucursal bancaria en Getafe, casado y con dos hijos, estaba instalado en la confortable vida de la clase media española. Tuvo entonces un desliz que arrasaría su cómoda posición. Se lio con una guapa cajera de su oficina, veinte años mas joven, típico capricho de cuarentón cansado de su rutina matrimonial. Su mujer le echó de casa. Sus hijos le culparon de haber destrozado la familia. Tuvo que hacerse cargo de la hipoteca de la vivienda y de la manutención de su prole. También, de auxiliar a su esposa, ama de casa sin oficio profesional. Tenía un buen sueldo que le permitía afrontar la situación. Pensaba que, tras un período de castigo, las aguas volverían a su cauce. Seguía queriendo a su esposa y no dudaba de que le acabaría perdonando.
Pero nada de eso sucedió. La mujer nunca más quiso saber del marido. Es más, poco después de la ruptura comenzó una relación con otro hombre. Pedro siguió asumiendo la hipoteca y el mantenimiento de la familia, mientras que, resignado, se instalaba en un apartamento del Paseo de las Delicias.
Y llegó la gran crisis de la banca. A los 48 años se vio en la calle, despedido con una indemnización escasa y un futuro difícil. Decidió irse a vivir con su anciana madre a Leganés. Pero ni esa solución iba a resultar duradera.
Enfermó y murió muy pronto la señora. Sus dos hermanos, con los que no mantenía una buena relación desde el divorcio, le conminaron a vender la vivienda familiar y a repartir la herencia.
Con lo que le correspondió en el reparto, sin trabajo y cobrando la ayuda social por desempleo, decidió comprarse una autocaravana de segunda mano e instalarse en uno de los cámpines que han surgido en el extrarradio de las grandes ciudades para acoger preferentemente a una clientela de divorciados con historias parecidas a las de Pedro.
Tras dos años en el campamento, cada vez mas desarraigado, aceptó la sugerencia de otro campista y puso en venta la autocaravana.
Querían recorrer el Camino de Santiago. «Empezamos de cero y nos buscamos la vida en Galicia», se animaban.
Los peregrinos madrileños acabaron sin residencia fija y ejerciendo la mendicidad en las etapas galegas de la ruta Jacobea. Pedro, de marzo a noviembre, consiguió que le permitieran dormir en los albergues a cambio de ejecutar pequeñas tareas para los dueños. A veces incluso le daban de comer, aunque, si no, se las arreglaba acudiendo a comedores de caridad de conventos y parroquias. En invierno se instalaba en Santiago en centros de acogida o en la calle.
El COVID, aparte de llevarse por delante a su compañero de mendicidad, agravó su situación personal. Se cerró el Camino de Santiago y todos los albergues de apoyo. Vivió en una casa de beneficencia las semanas iniciales de confinamiento. Su hijo varón, el único familiar con quien mantenía una ligerísima relación, salió en busca del padre para rescatarle de la mendicidad. Lo alojó en su hogar palentino. Germán era funcionario en la cárcel de Dueñas. La nuera no veía con buenos ojos la presencia de su marginal suegro en el domicilio conyugal. Pedro, consciente de ello, tan pronto como acabó el confinamiento, regresó al Camino de Santiago. Volvía al ejercicio de la mendicidad previo a la pandemia. Ahora, a tiempo completo.
Tenía 58 años y sabía que no viviría mucho tiempo. La calle acorta la vida.
Pero el destino le iba a proporcionar una nueva oportunidad. En 2022 su hijo Germán se divorció tras comprobar que su mujer había comenzado una relación extramatrimonial con otro hombre en Valladolid. Libre de las ataduras del matrimonio y desolado en su reciente soledad, Germán acudió de nuevo a rescatar a su padre de la marginalidad.
Desde entonces, padre e hijo viven juntos en Palencia. El viejo peregrino varado en la ciudad castellana se ha hecho muy popular en el barrio debido a su simpatía y dotes comunicativas. «¡Qué ironía!» repite cada día. «El divorcio destrozó mi vida y la separación de mi hijo me la ha arreglado».