Jesús Martín Santoyo

Ensoñaciones de un palentino

Jesús Martín Santoyo


Octogenarias con parasoles

18/02/2024

Cuando regreso a mi apartamento desde la casa de mi madre, después de haber disfrutado de sus guisos y de su generosidad, suele hacer un calor canicular propio de este duro ferragosto castellano. 
Son las cuatro de la tarde. Ascen se queda adormecida en su butaca, somnolienta, viendo el concurso de saber y ganar, que la entusiasma.
Aprovecho entonces para regresar a mi casa, apenas a un kilómetro. Tras tres días seguidos viendo cómo pasean cogidas del brazo, en medio de un calor sofocante, dos ancianas que protegen sus cabezas con sendos parasoles semejantes a los que se pueden observar con frecuencia en el lejano Japón, he decidido variar mi ruta y seguirlas sin que se den cuenta.
Las mujeres, vestidas de colores muy chillones, con atuendo un poco estrafalarios para su edad, se dirigen al Sotillo, donde buscan un banco al amparo de un sauce llorón.
No corre ni una pizca de viento. La sensación de sofoco resulta agobiante.
Me siento cerca de las ancianas, aprovechando un reciente tocón de un chopo malogrado. Desde mi posición puedo observarlas e incluso oír su conversación. Hablan alto, quizás síntoma irremediable de personas que tienen fallos auditivos.
- No te imaginas lo mucho que le sigo echando de menos. Veinticinco años ya sin él, pero sigo añorándolo. Y ¡mira que era burro!, pero tenía unas ocurrencias
- ¿Sabes lo que nos pasa?  Que con el tiempo borramos los defectos y sólo recordamos las virtudes de nuestros maridos muertos. Solo llevo diez años viuda y ya casi he olvidado las frecuentes noches en que mi Juanito llegaba a casa con más vino de la cuenta. Se ponía impertinente, exigente, nada gracioso. Al día siguiente no se acordaba de nada, pero siempre me saludaba con un «perdona por lo de ayer, por si acaso me pasé».
    - No. Mi Pedro no bebía. Apenas salía de casa.  Cuando lo hacía siempre prefería que yo le acompañara. Le echo de menos. Y más ahora, tan sola y con mi hijo tan lejos de casa.
    - ¿Dónde vive ahora tu hijo?        -En Canadá. Viene cada dos o tres años. No me llama por teléfono tantas veces como yo quisiera. Fíjate ahora, con eso de la internet y las videoconferencias. Mi vecina Encarna habla con su hija y sus nietos todos los días del año. A mí mi hijo, como mucho, me llama una vez al mes. Y siempre con prisas y sin darme apenas noticias de su vida. Está soltero, que yo sepa, pero ¡vete tú a saber! 
-No sé que es peor. Yo ahora tengo a mi hijo en casa. Con cincuenta y dos años. Se ha divorciado en primavera y con el sueldo que gana no puede permitirse pagar una pensión a su exmujer y a la vez comprar o alquilar un apartamento para iniciar su nueva vida de separado. Así que lo tengo en mi casa, al lado, apagado, taciturno. No me molesta su presencia, ni cuidarle. Me duele su tristeza, su mirada perdida, su sensación de derrota, de fracaso. Apenas habla. Apenas sale. Se pasa el día viendo videos de internet en su habitación.
    -Y a tus nietos, ¿los ves?                          -Al pequeño, menor de edad, una vez a la semana. La sentencia de divorcio otorga a mi hijo el derecho a convivir con su vástago los sábados y domingos. Al mayor, cuando le apetece, que no suele ser con mucha frecuencia. 
    - Bueno. Ya los ves más que yo a los míos. El de Canadá ya te digo que le supongo soltero. Y mi hija Elena se casó en Barcelona y suerte tengo si me trae a mis nietos una vez al año. Por Navidad. Tampoco me llaman mucho por teléfono.
    - ¿Qué hemo hecho tan mal? ¿Por qué hemos tenido tan mala suerte?
    -No sé. Son los tiempos modernos. ¡Hala!, levántate y volvamos a casa. Quiero llegar a la telenovela de Antena 3.
Pude observar cómo se alzaban lentamente las ancianas y de nuevo se sumergían en medio del bochorno provocado por el calor de la tarde. Abrieron sus parasoles y desaparecieron.
Cada una envidiaba la suerte de la otra.
Ambas estaban terriblemente solas.