Tres años de poder que se traducen en miedo, intimidación, represión y aislamiento. Esa es la realidad que impera en Afganistán desde que los talibanes tomaran Kabul tras dos décadas de conflicto, bajo la promesa de devolver al país la ansiada paz. Pero el regreso de los fundamentalistas no ha hecho más que empeorar la situación de una población que ha visto cómo se han violado sus derechos humanos, en especial los de las mujeres, entre denuncias por tortura y ejecuciones.
«La guerra terminó porque los talibanes luchaban contra Estados Unidos y el ejército afgano. Las bajas masivas cesaron, pero esto no significa haber alcanzado la seguridad ni la paz total», señala el analista político Azizullah Marij.
Los radicales entraron en la capital afgana el 15 de agosto de 2021, poniendo fin a 20 años de guerra con el antiguo Gobierno de la República, que recibía el apoyo de las tropas estadounidenses.
Lo cierto es que los altos niveles de violencia registrados hasta entonces han remitido estos tres años, principalmente porque el grupo era uno de los responsables de los hostigamientos por sus acciones contra las autoridades afganas. Sin embargo, las violaciones a los derechos humanos en nombre de la seguridad se han convertido en un habitual en el país, sin que exista «ningún departamento específico para presentar alegatos», cuenta el analista. Un escenario que ha extendido el miedo entre la población y especialmente entre los funcionarios del anterior Gobierno que, según Marij, temen las «duras restricciones» de los talibanes.
En este lapso de tiempo, la misión de la ONU en Afganistán (UNAMA) ha reportado más de 800 casos de ejecuciones extrajudiciales, arrestos y detenciones arbitrarias, torturas, malos tratos y desapariciones forzadas contra individuos afiliados al antiguo poder.
Además, el Gobierno de facto de los fundamentalistas ha retomado las ejecuciones públicas, una práctica habitual durante su anterior régimen entre 1996 y 2001, en la que los condenados por crímenes, especialmente por homicidio, eran asesinados en estadios como un modo de concienciar a la población. Desde su vuelta, se han registrado al menos cinco ajusticiamientos de este tipo, que se rigen por el «ojo por ojo».
Esta forma de impartir la ley, así como el resto de decisiones de los talibanes, se basan en la interpretación que hacen de la Sharia o ley islámica, y dan lugar a una frágil estructura estatal que carece de una Constitución firme. De ella han salido medidas como la prohibición de que las mujeres estudien, trabajen o salgan a la calle sin estar acompañadas por un varón.
Es por ello que el analista político Ahmad Sayeed Saeedi afirma que el régimen «mantiene como rehenes al pueblo afgano» y ha instaurado «el miedo y la decepción».
Aislamiento internacional
A la toma de Kabul, le siguió la retirada de la capital de todo el personal diplomático del resto de países, que no reconocen al nuevo Gobierno, así como una salida de toda la ayuda económica a Afganistán.
Esta inestabilidad tampoco ha servido a los fundamentalistas para apoyarse en la población, que vive sin una hoja de ruta que explique cómo alcanzarán el reconocimiento de la comunidad internacional o atajar la profunda crisis humanitaria y económica que vive el territorio, con un creciente desempleo y pobreza.
A esto se suma una inexistente libertad de prensa, que ha propiciado el cierre de la mayoría de los medios de comunicación que operaban hace tres años, mientras se suceden las denuncias de arrestos o desapariciones de reporteros. Y aquellos medios que se mantienen activos, deben ceñirse a un estricto control del Gobierno.