Jesús Martín Santoyo

Ensoñaciones de un palentino

Jesús Martín Santoyo


MATÍAS, EN PROCESO

12/01/2025

No había vuelto a ver a Matías desde el verano pasado, cuando ambos asistíamos a un taller de escritura narrativa en la Universidad popular de Palencia. Al acabar las clases volvíamos caminando a nuestros domicilios. Solíamos sentarnos en la terraza del Bar Alborán para disfrutar de unas pintas de cerveza fría. Hicimos amistad y nos intercambiamos confidencias. 
Aquellas tardes Matías me pareció un hombre derrotado, profundamente deprimido. Hacía dos años que había perdido a su mujer de forma ridícula. Una bacteria de quirófano se acomodó en el cuerpo de su esposa cuando le practicaban una liposucción abdominal por razones estéticas. Los antibióticos no detuvieron la infección. Una septicemia la llevó a la tumba. Con sesenta años y un trabajo gris de funcionario en Valladolid, no había levantado cabeza desde entonces. Sus hijos volaban independientes. El mayor se había casado con una profesora de alemán. Vivía en Hamburgo. La hija, asentada en Sevilla, le había hecho recientemente abuelo.
Al quedarse viudo comprobó que no soportaba seguir viviendo en la casa familiar. Cada rincón, cada olor le recordaba a su esposa fallecida y le causaba un dolor insoportable. Había vendido el piso y se había mudado a Palencia, a una vivienda que había heredado de sus padres. Acudía cada día a su trabajo en Valladolid mientras esperaba un traslado laboral a la capital del Carrión.
Hace unos días volví a encontrar a Matías sentado en una terraza de la plaza Mayor. Estaba solo, pero su aspecto informaba de los profundos cambios que había experimentado en los últimos meses. Su ropa, colorista y juvenil, su cuidado corte de pelo, su mirada llena de viveza y su sonrisa habían modificado el aire taciturno que mostraba el último verano.
Me senté a su lado y le rogué que me explicara su cambio de imagen.
Al parecer, su hija, en la visita que le hizo en agosto para que conociera a su nieto, le había encontrado tan alicaído y desolado que le sugirió que se apuntara a alguna red social para buscar una nueva pareja que le rescatara de su tristeza.  «Seguro que a mamá le parecería bien. No creo que le guste verte en este estado de abandono. Sólo tienes sesenta años», le dijo.
A regañadientes había permitido que su hija le creara un perfil en una aplicación pensada para mayores de cincuenta años. Los tres primeros contactos en el portal de citas resultaron decepcionantes. Una mujer mentía en su edad. Otra había colgado una fotografía falsa. Una tercera no disimulaba unos intereses económicos espurios en su pretendida relación. Matías estaba a punto de tirar la toalla y abandonar la búsqueda de pareja. Pero entonces apareció Azucena, una ovetense divorciada. Le pareció atractiva. Y su biografía, interesante. Arrastraba dos divorcios tras dos matrimonios tóxicos. Su primer marido, celoso incorregible, había convertido su vida en un calvario. El segundo, ilustre abogado asturiano, escondía en su interior a un maltratador de libro. No la agredía físicamente, pero la humillaba y despreciaba de forma sistemática. Azucena, una mujer culta, independiente y valiente, no dudó en romper esas relaciones. Pero, a pesar de su triste experiencia, nunca había dejado de buscar el amor. Había seguido soñando con encontrar un compañero de vida con quien compartir afectos e inquietudes. Las redes sociales conectaron al viudo y a la divorciada. Hablaban a diario por teléfono. Cada día más tiempo, cada vez con más intimidad cómplice. A Azucena, Matías le pareció un hombre bueno. Casi nada. A Matías le atraía la generosidad, el optimismo y los valores éticos de Azucena. Tras muchas conversaciones se citaron para pasar un fin de semana en León, a medio camino de sus lugares de residencia. No hicieron sino confirmar su mutua atracción. Una semana después Matías acudió a Oviedo.  Disfrutó de la hospitalidad de su amiga.
Cuando Matías acabó su relato, me explicó la presencia del aparatoso ramo de flores que descansaba en una silla del velador que ocupábamos.  «Voy a ir a buscar a Azucena a la estación. Viene a conocer Palencia. Quiero que todo salga bien. Que le guste mi ciudad. Que le siga interesando yo. En sueños hablo con mi difunta esposa que no deja de animare en esta relación». «¿Vas a traerla a vivir a Palencia? ¿O planeas mudarte algún día a Asturias?», le pregunté.
«¡Quién sabe!», me dijo. «Aún nos faltan años para jubilarnos. Después, Palencia, Oviedo… ¡Qué más da!  Lo importante es que seamos felices, ¿no?». Me despedí de Matías. Me alegró ver que había encontrado un camino que le había devuelto la esperanza.  Y la sonrisa.