«Jacinta nunca sueña en subjuntivo, / nunca sabe si es quince o diez o siete / y solamente nota que se acaba / el mes cuando le duele la despensa/...» (Tomado de Encuentros con José María Fernández Nieto). Descubrí el amor cumplidos los 19 años. Imposible dejar de amar a un poeta. En junio del 93 éramos maestros, Marcelino García Velasco en Perazancas, yo en Cubillo. Un miércoles, paseando por la carretera, distanciados, obligado cumplimiento, me dijo: «José María vendrá mañana (los jueves teníamos la tarde libre), quiere conocerte. Sabía quién era y el lugar que ocupaba en sus afectos; hablaba del amigo con emoción que ponía en sus ojos una chispa ilusionada y en su voz ternura inasible. Y sucedió. Lo he contado cientos de veces. Es mi verdad. Alzo en alto la bandera del recuerdo de personas que dejaron en mí huella profunda.
De José María, mi segundo padre, tenía, casi la edad del mío, aprendí escuchando y compartí viviendo. Ahora, leo sus libros para no olvidar su valía humana. Y sé que, mientras mi mente siga lúcida, él permanecerá ahí. Aquella noche me sentí algo inquieta, conocería al poeta de quien, gracias a mi novio, había leído los libros que, hasta entonces, había publicado. Esa noche, junto a la trébede, volví a Capital de provincia. Y me llené de esperanza: quizá me recibiera con la misma ternura con la que habla de Jacinta. Y amaneció jueves. Cerré la escuela, a su hora. Fui a casa de Hipólito, mi patrono, con apenas tiempo para un lavado rápido con Lux, el jabón que por entonces dominaba el mercado, y ponerme ropa limpia. «Señorita –oí a Pili, una de las dos hijas de Hipólito, que ya la esperan en la carretera...». Vi un seiscientos verde aparcado en el margen derecho, y delante a José María y a Marcelino. Nos miramos, yo desde mi poca estatura y 49 kilos, él: grande, poderoso, moreno, con gafas, una sonrisa inmensa y la voz honda, profunda, río poderoso entre farallones...
-«Así que esta es Carmina, ¿cómo estás?» Sus manos agarraron las mías, luego me abrazó. Sentí paz, lluvia fina, orballo que cala suave. «¡Qué bien hueles!» añadió. No me corté; quizá su palabra generó en mí confianza sin límites, añadí: «A jabón de las estrellas». Los tres reímos con ganas y la confianza 'acampó' entre nosotros. Así fue.