«Viajar es lo más hermoso, pero no me gusta hacerlo solo»

Carmen Centeno
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Ha vivido fuera de su Palencia natal tantos años que, ahora, jubilado, tranquilo, solo y estrenando horas y minutos para sí mismo, la recorre con delectación y la reescribe a través de los personajes con los que se 'tropieza'

«Viajar es lo más hermoso, pero no me gusta hacerlo solo» - Foto: Óscar Navarro

Conversar con Jesús Martín Santoyo es hacerlo con una persona culta, que leyó -y sigue leyendo- mucho, que impartió durante décadas Lengua y Literatura, que dirigió un instituto, que trabajó duro en una tesis «muy técnica» de gramática histórica, que es un apasionado de la escritura y que goza en la actualidad de lo que supone su paulatina recuperación de Palencia. Esta ciudad, con su tamaño más que asequible, su calma, su tranquilidad, sus gentes y esos espacios al aire libre, ideales para caminar, o esos otros a cubierto, como el Casino, donde tomar notas -sus particulares apuntes del natural- con un café al lado, le proporciona una paz conveniente y necesaria. Le deja ser y hacer, dos buenas razones para quedarse.

No siempre fue así. Hubo un tiempo en que parecía mejor lo de fuera porque la juventud y las ganas de comerse el mundo tiraban de él. Ahora, sin embargo, ha redescubierto, o está en ello, las bondades que tiene la cercanía en Palencia. Pero no lo ha hecho desde ese nacionalismo provinciano, que defiende a capa y espada lo de aquí confrontándolo con lo de allá, sino desde la persona que asume los cambios -personales y sociales- que trae el devenir del tiempo y se adapta a ellos. 

EL MAR, EL SEMINARIO, EL MAR

Jesús Martín Santoyo nació en el hospital de San Bernabé en 1955 y fue bautizado en la catedral, de manera que es difícil ser más palentino que él, aunque no viviera su primera infancia en la ciudad, sino en Las Cabañas de Castilla, donde sus padres eran maestros. Sin embargo, no son los primeros recuerdos del pueblo los que me transmite. 

«Mi nacimiento fue un tanto accidentado y me quedó una lesión importante en el brazo. En un momento dado, mi padre se enteró de que un médico operaba ese tipo de problemas en Gijón y allá me llevó. Se me quedó grabada su emoción al comprobar que la intervención había salido bien y recuerdo que fuimos a ver el mar. Siempre asocio la ciudad cantábrica con mi infancia y con aquel momento tan especial», rememora.  

La fuerza de ese recuerdo es mucha, aunque no lo es menos la de su voluntad infantil de ser cura. Después de cursar primero de Bachillerato en el instituto, ingresó en el Seminario -«no tenía referencia de nadie, simplemente era monaguillo y quería ser sacerdote», enfatiza-. Allí tuvo que repetir primero porque los planes de estudios eran distintos y lo hizo sin problemas. Cinco años en el Menor de Carrión y uno en el Mayor de Palencia le proporcionaron una magnífica formación clásica, que le facilitaría la travesía lingüística y etimológica por el latín, el griego y los grandes maestros del pasado, pero ahí acabó su carrera y lo que parecía una inquebrantable vocación religiosa.

«Empezaron a gustarme las chicas y no quise seguir los estudios eclesiásticos», comenta. Le tocó, nuevamente, repetir, al abandonar un plan por otro. «Hice sexto de Bachillerato por libre y aprobé brillantemente porque mi formación era mucho mejor que la que se impartía en el instituto. Inauguré el Alonso Berruguete y tuve que cursar el primer COU experimental, que no tenía ningún atractivo, así que apenas iba a clase y me dedicaba a jugar al julepe con otros compañeros». Lo reconoce alguien que tenía un bagaje de conocimientos suficiente como para superar aquellas enseñanzas con bien. 

El siguiente paso era saltar a la universidad y lo dio. «Quise hacer Fisolofía, pero no lo había en Valladolid; me matriculé en Filología Románica y, a partir de tercero,  empecé a apasionarme por la historia de la lengua», explica. Consiguió una beca de investigación y preparó oposiciones, que aprobó y le llevaron, como primer destino docente. a Bilbao. Fue el regreso al Cantábrico de sus recuerdos infantiles, pero en un ambiente y en un momento histórico bien distintos. 

«Eran los años duros de la banda terrorista, pero a mis 25 yo no le tenía miedo a nada», apostilla. Después llegarían sus tres años en Alcázar de San Juan y, más tarde, su trabajo en Getafe, al lado del Madrid «de la movida», que vivió y disfrutó en la medida que le interesaba aquella apertura al mundo, a los cambios y al estreno de unas cuantas libertades. Allí conoció a su exmujer y atesoró momentos felices -«para mí, el estado emocional ideal del ser humano es vivir en pareja», afirma, pese a dar por terminada su etapa matrimonial-, pero entendió que la gran urbe no era el lugar ideal para criar y educar a los hijos. Por eso, pidió un nuevo destino en Valladolid, Palencia y Cantabria y fue en la comunidad vecina donde lo consiguió.

El paisaje y el paisanaje. Fue en el instituto de Torrelavega donde Jesús Martín Santoyo desarrolló una larga carrera docente, además de ser durante trece años jefe de Estudios y otros tantos -hasta el momento de jubilarse- director. «Vivíamos en Santander, que es una ciudad muy cómoda para estar, sobre todo si vas con la familia hecha, como era mi caso, pero donde resulta francamente difícil la socialización», asevera.

Al cabo del tiempo, nuestro protagonista hizo amigos -«pocos, contados y muy buenos»-, pero subraya que el paisanaje de allí no le interesa y que cuesta mucho derribar una especie de barrera que ponen ante el que llega de fuera. 

En el ámbito profesional, fue un tiempo bueno, pese al exceso de burocracia que tuvo que soportar durante los años en la dirección del centro. «Soy de lengua, pero daba literatura porque sabía menos y no necesitaba rebajar el nivel para adaptarme a los planes y a los niveles existentes», comenta. 

Se confiesa «muy clásico» en gustos literarios y, de hecho, se queda con los escritores de la Francia del XIX. También destaca al portugués Fernando Pessoa -«un poeta excepcional»- y le gusta mucho Antonio Machado, «aunque soy muy crítico porque la imagen que dio de Castilla hizo daño». Su interés por la literatura, sumado al hartazgo de la deformación del lenguaje administrativo que tuvo que manejar durante sus muchos años de gestión, le llevaron a la determinación de escribir.

Del pudor a la pasión. «Quería escribir una novela negra ambientada en Santander y me puse a ello, pero cuando la mayor de mis dos hijas, que es pediatra, muy inteligente y capaz de hacer bien todo lo que se propone, ganó el Premio José Hierro de Poesía, no solo descubrí esa faceta de ella, sino que su poemario me alucinó y, ante eso, dejé mi novela, que me pareció poca cosa». Es el reconocimiento del pudor del principiante, de quien aspira a una obra redonda, perfecta y completa y se da cuenta de lo mucho que le queda por andar.

El año pasado, Jesús Martín Santoyo hizo el Camino de Santiago con un amigo. Al final de cada día, escribía una especie de diario de lo visto, vivido y sufrido, a modo de libro de viajes, «pero desde la cuarta etapa, me di cuenta de que era más que eso, de que iba a más, de que la crónica diaria que subía a Facebook tenía lectores que la seguían con interés», subraya.

La mala suerte quiso que en Mansilla de las Mulas (León), se lesionara la espalda y tuviera que dejar la aventura jacobea. «Me había gustado tanto hacer la crónica de cada día, que seguí  con el resto de las etapas, pero inventándomelas, como si yo fuera uno de los peregrinos y fuera encontrando a otros, que convertí en personajes y conté sus historias; me lo pasaba bien, tenía seguidores que estaban pendientes del siguiente capítulo y comprendí que estaba haciendo literatura», añade.

A raíz de aquella experiencia, perdió el pudor inicial y retomó la novela negra que había abandonado, acabándola en unos meses. «Ahí fue donde empezó mi pasión por escribir. Muerte en la bahía,  que es como se titula la novela, creo que quedó bien, a pesar de ser ua primera obra, y la presenté al Premio de Novela Corta José María de Pereda», señala.

Su segunda novela la comenzó el pasado mes de enero y la terminó hace muy poco. De la inocencia al desencanto. Crónica emocional de una generación es «bastante redonda», según el autor, que se la ha dedicado a sus hijas y está pendiente de publicación. La explica como  su «crónica sentimental, con su particular Macondo, que arranca con un grupo de niños que son amigos y concluye en 2023 en que muere uno de ellos y coinciden en el entierro». Asegura que no es ninguno de los personajes, aunque está en todos ellos de una u otra forma. Al narrar el paso del tiempo personal, también va dando cuenta de los cambios del país.

Ahora trabaja en la tercera, que aún no tiene título, y que es, en sus propias palabras, «tremendista» e incluye historias inspiradas en personajes reales. En el ámbito de esta pasión renacida por la literatura, traza, casi a diario, perfiles de gente que encuentra por la calle y para la que, a partir de rasgos, gestos, retazos de conversación o actitudes, inventa una historia, que generalmente es amable y que podría ser posible.  «Todo el mundo tiene una, solo necesita un narrador y un lector», enfatiza. Nunca se sabe.

A escribir los perfiles, pasear y redescubrir la ciudad, tomarse un café o una caña con tranquilidad y disfrutar de muchos ratos con su madre, sus hermanos y unos cuantos amigos dedica el tiempo. «Palencia es una ciudad cómoda y se socializa muy bien», declara este enemigo de los límites y las fronteras. 

«Viajar es para mí lo más hermoso, pero no me gusta hacerlo solo», concluye quien lleva asociados los mejores momentos de su vida a conocer lugares, gentes y paisajes.