La tarde, ayer, discurría entre división de opiniones. Parte del público se divertía -o creía divertirse-, y otra parte se movía incómoda en el asiento para demostrar su contrariedad. Como en botica, había de todo. Cierto que El Cid había esculpido una magnífica serie por el pitón izquierdo al segundo de su lote -el cuarto toro del festejo-, pero faltaba una explosión en cadena que hiciera vibrar a los tendidos. Y entonces fue cuando apareció Lanzallamas, un astado castaño del hierro de Benjumea, que Sebastián Castella había sorteado por detrás; es decir, en quinto lugar. Y el francés, con su permanente cabeza fría, su templanza y su verticalidad incontestable, se plantó en el centro del anillo, lo citó de largo y, con pases cambiados -como si la muleta fuera el péndulo de un antiguo carillón- lo fue embarcando en el engaño con pulso y dibujo para, así, extraerle todo lo bueno que el animal llevaba dentro. La faena, de notable concepción y ejecución, tomó cuerpo según avanzaba, gracias a un torero que giraba las muñecas con gusto y seguridad al ofrecer las telas. Y Alejandro Talavante volvió a descubrir sin tapujos por qué está llegando cada vez más a la cabeza de los aficionados. Su primer toro apenas sirvió y la gente no estuvo justa con la actuación del pacense. Pero es el respetable. Sin embargo frente al sexto, Talavante se elevó sobre la arena, toreó con despaciosidad y se escuchó cante grande. La plaza lo entendió.